Éramos la hoja de papel y yo. Solamente. Sin distracciones, ni ruidos, ni molestias.
Érase la paz.
Fue entonces cuando comencé a escribir. Al principio era difícil. Las ideas no fluían como yo quería. Ni si quiera sabía como quería que fluyeran. Poco a poco fueron tomando formas, al principio abstractas, luego cada vez más concretas. Hasta que de pronto supe que mi intención no era otra sino la de plasmar una idea no muy inteligente, ni muy divertida, ni muy profunda. Una idea casi completamente banal. Pero las ideas banales no son necesariamente insípidas, y merecen ser escritas.
Entonces continué escribiendo. Ahora también sabía cómo quería que mis ideas fluyeran. Las palabras llegaban a mi mente cada vez con mayor facilidad, ¡era un río! Un río de símbolos, de imágenes, que se convertía en un rápido, y un torbellino. Las metáforas hacían ahora acto de presencia. El texto se adornaba cual jardín lleno de flores en el mes de Mayo. Un majestuoso rayo de sol era mi mente, dibujando con palabras a través de mis dedos.
Pero nada puede durar para siempre. Así como llegó, la Musa se fue. Tranquilamente, con la frialdad de un asesino, pensé en un final abrupto. Y nació éste cuento.