El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. La cigüeña tocaba el saxofón detrás del palenque de paja.
El feroz cocodrilo bailaba al son de la melodía que la cigüeña producía, mientras que en el lago, las ranas saltarinas se decían cosas al oído. Bajo el árbol de naranjas oscilaban las luciérnagas, danzando de aquí para allá rápidamente, como veloces helicópteros.
Los lobos aullaban a la Luna, aunque todavía era de día, mientras que el león retozaba sobre un montón de hierbajos secos, contemplando al rebaño de jirafas que corrían para protegerse de los mosquitos. Éstos volaban en formación de combate, aguijoneando a las jirafas, hasta que finalmente un mono les hizo huir amenazándoles con un espino. Las ardillas voladoras planeaban velozmente junto al murciélago hindú, que ya había terminado su comida, entre las ramas de los baobabs y las palmeras siberianas.
Cayó la noche y la cigüeña terminó su canción. Los lobos ahora aullaban a la Luna con razón. Todos los animales se fueron a dormir, a excepción del murciélago hindú, que ágilmente revoloteaba por doquier.
Pequeñas tragedias
Publicado el:
miércoles, junio 09, 2010
Por:
Javier Darkona
-¡Ya no puedo soportarlo más! ¡No puedo! Oh, pobre de mí. La vida no ha hecho otra cosa que traerme desgracias. Vivir ahora carece de sentido, ahora que mi gran amor se ha ido con aquel ser tan despreciable. Soy el hazmerreír de todo el mundo, mi dignidad ha sido pisoteada, mi masculinidad insultada… Esto no puede continuar. Mi vida no puede continuar, no puedo vivir sabiendo que hice lo que hice, que todo mi ser ha sido destruido, y que no me queda nada. ¡Adiós, oh mundo malvado y ruin! ¡Adiós, degenerado Universo, que te enorgulleces de hacer de mí una masa informe de sufrimiento y pasiones destruidas! ¡Adiós! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhhh!
El piojo se subió a uno de los pelos que le sobresalían más a Nathalie. Dijo su lamentable discurso, y se lanzó, precipitándose aceleradamente hacia el suelo. Por supuesto, a excepción de mí nadie lo notó. Pude ver como el piojo caía y caía despacito, frenándose por la resistencia del aire. Finalmente, tras casi medio minuto, golpeó el piso, y su pequeño cuerpecito se rompió, matándole. Pude oírlo gritar hasta quedarse sin aliento varias veces en ése tiempo, con su vocecita de piojo:
-¡Aaaaaaaaaaahhhhhhhh! –Exclamaba. Luego, una inhalación profunda, y continuaba con otro gritito-¡Aaaaaaaaaaaaahhhhhh! –una y otra vez.
No obstante el dramatismo y el sentimiento de las palabras del piojo, él mismo era tan pequeño y tan poco notable que no me importó ver el pequeño punto gritando y cayendo hacia una muerte segura. Pude haberlo impedido, pero lo diminuto de su tragedia me parecía tan absurdamente insignificante, que no quise moverme. Además estaba ocupado, cocinando.
-¿Qué miras? –Preguntó Nathalie. –Nada. –Dije, y seguí cocinando. El punto en el piso no se movió.